“Ante una tarea tan esencial como la que al Poder Judicial corresponde, es
evidente la necesidad de una reforma que parta de un sincero y explícito
reconocimiento: la actual organización judicial española no corresponde
adecuadamente a las necesidades de una Administración de Justicia moderna y
eficaz. Está, por lo mismo, necesitada de una sistemática y completa puesta al
día.”
La cita anterior, podría haber sido pronunciada por cualquiera que haya
ejercido alguna competencia en la administración de Justicia española en los
últimos años. Es más, podría perfectamente aparecer impresa en la próxima
edición de cualquier periódico y pensaríamos que forma parte del mensaje
político más actual.
Sin embargo, está fechada en un mes de septiembre del ya lejano año de 1978
y fue pronunciada por Landelino Lavilla que, en aquel momento era, a la sazón,
Ministro de Justicia, en el acto de apertura del año judicial.
Que la administración de justicia es la asignatura que hemos pospuesto
colectivamente en su necesario proceso de modernización, es algo tan reiterado
que se ha convertido en ese tipo de lugar común que comienza a tener el
descrédito de lo que largamente se anuncia y no se cumple.
Treinta largos años después, estamos en un punto aparentemente similar al
que señalaba el Ministro: necesidades de reforma en las desfasadas plantas
judiciales, necesarias modificaciones en procedimientos obsoletos e inyección
de medios materiales y personales que situé en la vanguardia al único poder del
estado que sigue manejando herramientas tecnológicas inadecuadas, en contraste
con los sistemas de elecciones populares, la Hacienda Pública, el Catastro, la
Tesorería General de la Seguridad Social y últimamente, la Dirección General de
Tráfico, por solo citar algunas de las mas conocidas.
En nuestro descargo, podríamos argumentar que en la actualidad, la
Administración de Justicia debe abordar los esfuerzos de modernización en uno
de los escenarios económicos más adversos de las últimas décadas. Y obviamente,
puede aparecer la sensación de desánimo y de innecesaridad.
Pero, muy al contrario, este contexto debería ser un estímulo para
continuar el camino iniciado e incluso, reforzarlo, y no para ralentizarlo. Las
consecuencias de no hacerlo de este modo podrían ser nefastas para nuestra economía.
Y ese, y no otro, es el eje central de estas líneas.
En los últimos años, la relación entre lo que hemos llamado el
funcionamiento eficiente de la Administración de Justicia y el desarrollo
económico de los diversos estados nacionales, ha llamado la atención de los
muchos economistas, así como de buena parte de los organismos internacionales
de crédito.
Sin embargo, hasta hace bien poco, no ya los diferentes actores económicos,
sino los propios ciudadanos, se habían mantenido alejados (salvo algún
desafortunado y trágico incidente que, de tanto en tanto, situaba a la Justicia
en la actualidad), pensando, tal vez, que se trataba de una cuestión técnica
ajena a sus actividades diarias y, en cierta forma, politizada. Necesaria, pero
lejana.
Pero la crisis en la que nos debatimos tratando de escapar de un temido
periodo de recesión, sitúa nuevamente la acción de la Justicia y su potenciador
impacto económico en una completa actualidad.
Cabría preguntarse, antes de nada, si merece la pena el esfuerzo. Dicho de
otro modo, cuánto y, sobre todo, cómo (si es que lo hace) incide la acción de
la Justicia sobre la economía.
Pues bien, en esta línea, estudios de la OCDE, estiman que la existencia de
seguridad jurídica y su adecuado funcionamiento, puede llegar a incidir hasta
un 15% en el crecimiento del Producto Interior Bruto nacional.
En países de nuestro entorno, donde afortunadamente no hablamos tanto de
seguridad jurídica como de eficiencia en el procedimiento, el porcentaje se sitúa
en valores mucho menores, entre un 1% y un 1,5%. Pero, ¿quien renunciaría en
este momento a un incremento que superaría ampliamente los 10.000 millones de
euros?
Para avanzar con el argumento, demos estos datos como razonables y
convengamos, al menos, que parece evidente que nos encontramos frente un tema
al que merece la pena prestar una cierta atención, aunque solo fuera desde el
punto de vista utilitario. Obviando, por mera simplificación, lo que es
evidente: Que la existencia de un sistema judicial óptimo es esencial en la
vida del país, muy por encima de estas conclusiones prácticas.
Parece, por tanto, que mejorar nuestra Administración de Justicia, hacerla
más eficiente, tiene efectos beneficiosos en la economía. Parece simple, ¿no?.
Hagámoslo, podríamos decir.
Pero antes de lanzarnos por este camino algo atolondrado, hagamos un breve
receso y antes de hablar del cómo, hablemos un poco del qué. ¿Que queremos
decir con eso de una Justicia eficiente? Simplificando al máximo, una justicia
eficiente seria aquella que respondiera las siguientes objetivos básicos:
·
- Procedimientos
centrados en lo esencial: Resolución del conflicto y no el seguimiento de un
“ceremonial litúrgico” procesal.
- Resolverlo del
modo más rápido posible.
- Hacerlo al
menor coste para las partes y para la sociedad en su conjunto.
- Transmitir a
los involucrados y a terceros el mensaje claro de no impunidad.
Inducir que el
sistema judicial sea utilizado sólo cuando no haya otro mecanismo capaz de
proporcionar igual resultado o hacerlo con un menor coste social, tratando de
rebajar el proceso de judicialización incremental en el que hemos entrado desde
la pasada década y que amenaza con colapsar el sistema en un plazo no muy
lejano.
Muy simple, es cierto, pero nos puede bastar como idea para centrar el qué
y regresar al cómo.
En la fase en la que nos encontramos actualmente (evaluar y
modernizar tecnológicamente los sistemas judiciales), nuestra propuesta es de
nuevo, engañosamente simple: cuestionarnos si los sistemas judiciales que
estamos diseñando, lo están siendo precisamente para alcanzar esos objetivos
que acabamos de enumerar en cinco puntos. Siendo honestos, creo deberíamos
convenir, en que salvo contadas y honrosas excepciones, la respuesta es
negativa.
En el momento actual debemos cuestionarlo todo, porque precisamente estamos
en una encrucijada en la que no deberíamos permitirnos errores. Estamos en una
encrucijada que puede ralentizar nuestro crecimiento décadas, como sucedió con
la Alemania de entre guerras o mas recientemente con Japón y en la actualidad, previsible
y fatalmente con Grecia. Debemos pararnos y cuestionarlo todo.
Y esto es especialmente grave porque no hacerlo del mejor modo posible, nos
lleva a hipotecar el futuro inmediato. Y ello es así, porque la
incidencia de la Justicia sobre la economía, que hemos solo enunciado, tiene
que ver con su influencia sobre la producción y los negocios en general.
Y esto es fácil de observar, porque cuando hablamos de procedimiento
judicial, lo hacemos de elementos tan comunes como la protección de los
derechos de propiedad, la fuerza legal y la coerción judicial a los contratos,
de los costos de las transacciones, de la influencia de las expropiaciones, del
costo económico de las dilaciones en los señalamientos y del excesivo uso del
recurso, etcétera.
Ahora bien, si admitimos que en toda economía de mercado, como la nuestra,
la mayor parte de las inversiones son actos jurídicos, en los sistemas
institucionales deficientes la incertidumbre ocasionada por la inseguridad
jurídica excede y relega a los tradicionales elementos de incertidumbre
(fluctuaciones del mercado, coyuntura, materias primas, tipos de cambio,
avances tecnológicos, etc.), por lo que se podría concluir que a mayor
seguridad jurídica, a mayor eficiencia en el procedimiento, se produce una mayor
capacidad de crecimiento económico.
Y el tema de la eficiencia interesa para determinar algo tan básico como analizar
si los recursos, humanos y materiales, son suficientes o correspondería
incrementarlos.
Es más, antes de ello, deberíamos analizar si estamos ante un problema de
falta de recursos o es más un tema de productividad, que puede verse
ampliamente mejorado con el uso de tecnologías de la información, como ya ha
sucedido en muchos otros ámbitos, tanto privados o públicos con anterioridad.
Reducir, por tanto, la incertidumbre, mejorar la eficiencia y modernizar
tecnológicamente (con elementos que por cierto, y esta es una magnífica
noticia, son ya viejos en otros ámbitos) es una prioridad que no podemos
permitirnos el lujo de posponer como nación otra década más.